Antenor Orrego: “La cruzada por la libertad del estudiante”

Desde México hasta el Cabo de Hornos, hay un estremecimiento hondamente vital en América, cuya médula es el estudiante. En el aula europea o norteamericana hay, claro está, vigorosos fermentos de renovación, pero no existe la elevada tensión revolucionaria y transformadora que caracteriza, de manera singular, al claustro estudiantil latinoamericana. En los otros países y en las otras razas el aula es, principalmente, docencia científica, preparación técnica o capacitación profesional, pero, el aula latinoamericana es, ante todo, y, sobre todo, docencia civil, escuela de ciudadanía. Este es su carácter fundamental y el que da la tónica de la Universidad.

Esta penetración de la inquietud y del tumulto cívico en el claustro, ¿es una desviación de los fines y de la docencia universitaria?

Muchos responden que sí. Especialmente los viejos maestros burocráticos se oponen con todas sus fuerzas a esta tendencia, que creen que es la negación de la Universidad misma. Los conflictos y los rozamientos que se producen casi a diario en las universidades latinoamericanas se deben, exclusivamente, a esta divergencia fundamental de criterio entre profesorado y alumnado.

De esta opinión participan hombres de mentalidad tan perspicaz como José Ortega y Gasset en una carta o mensaje que dirigió a los estudiantes argentinos hace algún tiempo. Pero, esta vez, la pupila del pensador español no tuvo la suficiente elasticidad de acomodación a la perspectiva del Nuevo Continente. Vio a la Universidad y al estudiante latinoamericano con ojos europeos. Quiso aplicar la docencia de países en que la maquinaria del Estado ha tomado formas lijas y conclusas, a países como el nuestro en que el Estado es apenas un esbozo mimético de las prácticas e instituciones jurídicas del Viejo Mundo.

Antenor Orrego y Haya de la Torre.

Pero, los pueblos, por un proceso casi milagroso, crean los órganos y los instrumentos de su salvación. La Universidad no puede vivir en la periferia de los pueblos sino en la médula vital de su ambiente o contorno, en la hondura espiritual de la raza en que se genera la historia, en la intrahistoria que diría don Miguel de Unamuno. 

La docencia de la Universidad latinoamericana tiene que ser, antes que nada, docencia ciudadana, educación civil, fuerza política nor matriz. Nuestra universidad no puede encerrarse en los claustros, como una ostra parasitaria, sorda al alumbramiento y al grito angustioso de las nacionalidades. El estudiante no puede dedicarse con plenitud de pasión y de ánimo al cultivo de la ciencia o al pensamiento especulativo cuando el crimen político y social anda suelto por las calles, cuando el pensamiento está ahogado en la mazmorra, cuando no hay leyes, ni instituciones, ni partidos lo suficientemente fuertes para impedir y castigar las tiranías.

Ya lo he dicho en otra ocasión, el movimiento que se inicia en la Universidad de Córdoba es un movimiento típico latinoamericano y marca una etapa en la vida y en la historia del Continente.

Desde hace tres lustros, más o menos, los estudiantes latinoamericanos, con maravillosa intuición histórica, han asumido y comprendido la plenitud de su responsabilidad ante sus respectivas nacionalidades. En México, en la Argentina, en el Perú, en Bolivia, el estudiante es el primer ciudadano de la república, el más generoso, el más sacrificado, el más agudo y luminoso atalayador de su raza, el más resuelto para la lucha, el más heroico, el verdadero y auténtico salvador de su nacionalidad. En Venezuela, donde todas las clases sociales se han sometido a la pezuña zoológica de Juan Vicente Gómez, el estudiante es el único que se enfrenta al despotismo, y las paredes de la Rotunda han visto perecer, heroicamente, a millares de mártires estudiantes.

¿Cómo puede el hombre consagrarse a la ciencia, a las artes y al ejercicio de las disciplinas intelectuales si no hay libertad? Hay que esforzarse por conquistarla previamente. Hagámonos, primero, países justos para hacernos, luego, países sabios.

Al europeo que censure las deficiencias de nuestra educación universitaria, que ponga reparos al atraso y desorganización de nuestros métodos pedagógicos; que menosprecie el desasosiego y la nerviosidad política de nuestros estudiantes, que eche de menos al investigador científico y al técnico en plenitud de capacidad creadora, digámosle que estamos construyendo nuestras nacionalidades, que estamos haciendo el supremo esfuerzo de una raza para salir del caos, que estamos luchando, —con una angustia tan aguda que sólo nosotros la comprendemos porque la sufrimos en nuestra carne y en nuestro espíritu—, contra las fuerzas del instinto que amenazan devorarnos, contra las potencias negativas de la brutalidad que quieren sorber el protoplasma vigoroso de nuestras futuras nacionalidades y la miel primigenia de nuestra futura cultura.

El maestro latinoamericano, europeizado y descastado, pero, sobre todo, burocratizado, no está a la altura del estudiante latinoamericano actual. Nuestros maestros —salvo raras excepciones— quisieran encerrarse en sus claustros y percibir, tranquilamente, sus emolumentos, como sus colegas del Viejo Mundo. Son los egoístas de su ciencia y de su especialidad que quisieran plasmar sabios, sabios esclavos y pero sumisos a los despotismos; sabios con las vértebras lo suficientemente elásticas para inclinarse, fácilmente, ante el poder y reclamar su pitanza vergonzante.

Y lo que caracteriza, de manera singular, al estudiante latinoamericano y lo que le salva para el porvenir, es su don, es su vocación de servicio social o colectivo, su vocación de servicio humano. Allí reside la grandeza del movimiento estudiantil del Nuevo Mundo y allí reside, también, su enorme, su inconmensurable eficacia histórica. Alguna vez dije, que el estudiante latinoamericano, constructor por excelencia en medio del caos, estaba engendrando, también, el tipo del futuro maestro latinoamericano. Después de algunos años, vuelvo a reafirmarme en esta aparente paradoja que responde, sin embargo, a una realidad efectiva. El estudiante latinoamericano es forjador y plasmador espiritual de su propio maestro.

*Artículo de Antenor Orrego, 1932. La Reforma Universitaria, compilación y notas a cargo de Gabriel del Mazo, 3 tomos, La Plata, Centro de Estudiantes de Ingeniería, 1941 [reeditado en Lima, Universidad  Nacional Mayor de San Marcos, 1968].

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