Andrés Townsend Ezcurra: "Luis Negreiros. Memoria y efigie de un héroe"

Era de mediana estatura, rostro cuadrangular, grandes orejas, grueso y macizo. Bajo la frente despejada unos ojos pardos de mirada bondadosa suavizaban el corte, agresivo del mentón. Sabía hablar y —virtud más rara— sabía escuchar. Lo vi muchas veces entrar a “La Tribuna”, en las oficinas de la calle de Belén —las mismas a que una vez llegó un comandante con una ametralladora como tarjeta de visita— con los brazos cargados de documentos y papeles. Todos se referían a problemas obreros que él —Luis Negreiros Vega— había afrontado y resuelto con su habitual serenidad y eficiencia. Fraterno, sencillo, leal, intuitivo e inteligente, Lucho Negreiros era un representante de la mejor y más excelsa cepa de cholo. De aquel peruano superado, que ignoró complejos, desdeñó envidias y supo tomar, resuelta y valerosamente, el timón de su destino. Del peruano rescatado por el APRA y que, por el APRA, llegó al sacrificio. 

Había nacido en la provincia de Pomabamba —la llanura de los pumas— en Ancash y su biografía resulta ejemplar. Hijo auténtico del pueblo se había enrolado en la Guardia Civil y vistiendo ese uniforme sintió la protesta popular y escuchó el mensaje aprista. Cuando la revolución peruana se hacía en las conciencias y no en redacciones parametradas, Negreiros entró en actividades conspirativas. Fue preso y dado de baja. Eran los tiempos en que el Mayor Raúl López Mindreau, el Cabo Torres —otros precursores con uniforme cuya gesta sólo recuerda el pueblo— junto con el Dr. Carlos Phillips y un puñado de apristas lanzaron en apoyo de la Revolución de Trujillo su desafío revolucionario en Huaráz. Negreiros estuvo cerca de esa conmoción y su trágico final —con el ajusticiamiento de militares y civiles por una dictadura que manejaba la oligarquía— dejó para siempre, en su ánimo, una levadura de dolor y rencor. Supo sublimar estos sentimientos y transformarlos en arrollador impulso revolucionario, canalizado en la militancia en el Partido Aprista Peruano. 

Luis Negreiros Vega.

Tras de su experiencia policial y conspirativa, Negreiros vino a Lima e ingresó a trabajar como tranviario. Las generaciones nuevas no alcanzaron el famoso “eléctrico” que llevaba —como un tren de dos vagones— a Chorrillos y a La Punta o de Los Descalzos a La Exposición. El gremio tranviario fue siempre de aguerridos precursores del movimiento obrero peruano. A sus filas perteneció otro gran luchador con la palabra y con la pluma, el inolvidable Luis López Aliaga, que escribía en la prensa obrera con el seudónimo, muy tranviario, de “Trolley”. En la militancia de esos días, Negreiros se destacó ante los ojos sagaces y experimentados de Arturo Sabroso Montoya, el patriarca legendario del sindicalismo peruano. Unidos por la misma fe política y por la misma lucha obrera. Sabroso y Negreiros formaron una fuerte pareja de comando. Al recuperar el Perú sus libertades, en 1945, llegó la hora de construir una central democrática, libre de aquel endeudamiento staliniano que, en 1943, había llevado a Lombardo Toledano a elogiar a las dictaduras latinoamericanas porque eran “anti-nazis”—. Y a eliminar hasta la más remota alusión al imperialismo, porque el imperialismo era hermano de armas de la Unión Soviética. 

La CTP, combativa, vigorosa, disciplinada, en los años de aquellas breves vacaciones democráticas, obtuvo para los trabajadores las mayores conquistas imaginables. Y fue Negreiros quien arrancó de las garras avaras de la IPC el mejor pliego de reivindicaciones logrado por los petroleros en su larga historia sindical. Su estatura de líder sindical y político, creció nacionalmente. 

En octubre de 1948 aquello terminó abruptamente. El Aprismo y la CTP retornaron al camino de la lucha ilegal por los derechos de los trabajadores. A comienzos de 1949, el Comando de Acción impuso a Haya de la Torre —perseguido con orden de captura “vivo o muerto” — su asilo en la embajada de Colombia. Antes de hacerlo, el Jefe y fundador designó a tres hombres para ocupar colegiadamente, la Secretaría General. Entre ellos estuvo Luis Negreiros Vega. Cuando, a poco sus compañeros fueron apresados, Lucho quedó con la responsabilidad plena del Partido. También con la Secretaría General de la Confederación de Trabajadores del Perú. En su persona, se resumieron, simbólicamente, el movimiento político y el movimiento sindical, en una conjunción heroica de militancias que sólo puede sorprender a los teóricos de un inexistente sindicalismo “puro”. 

Aquel año de 1949 y los primeros meses del 50 fueron de los más duros del ochenio. Negreiros desplegó entonces sus habilidades de organizador clandestino e infatigable, heredero de aquella escuela admirable de Haya de la Torre durante la larga clandestinidad. Junto a Jorge Idiáquez, a Carlos Alberto y Virginia Izaguirre, a Antenor Orrego, a tantos líderes y militantes, rehizo el Partido con infinita paciencia y asombrosa despreocupación por su seguridad personal. Y la noche del 23 de marzo de 1950 —se acaban de cumplir treinta años— en la esquina de Petit Thouars y 28 de Julio, le tendieron una emboscada y Negreiros cayó con el pecho perforado por una treintena de balas. En la mano llevaba el revólver con que quiso defenderse. Murió de pie y murió luchando. 

He aquí, someramente diseñada, la efigie de un auténtico héroe del APRA, de la clase trabajadora y de la revolución del pueblo.

*Homenaje de Andrés Townsend Ezcurra a Luis Negreiros Vega, al conmemorarse un año mas de su asesinato. La Tribuna, 28 de marzo de 1980, p. 9.

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