Luis Alberto Sánchez: "Manuel Seoane ha muerto"

Cuando me lo dijo Carlos Enrique Melgar me pareció algo insólito, imposible. Me lo quedé mirando y, cuenta él, que el engarfié el brazo. Hay hombres a quienes la muerte debe respetar porque no pueden ser cadáveres. Si de morir se trata pues, a desaparecer, porque así queda el misterio abierto y confirmado el mito. Seoane tenía tal gula de vivir, tal voluptuosidad de hacer, tal capacidad de mando, tal lujuria de crear, que no se podría concebir yerto. Su mentón era como una proa y las proas abren surcos en el mar. Su sonrisa era de reto y el reto necesita rival. Tenía una mirada inquisitiva y entonces los ojos deben buscar, inquirir, hallar y no ser hallados. Hablaba con cortos períodos de orden, y la muerte requiere largas frases de plegaria. ¿Cómo concebirlo muerto, entonces? ¿Cómo? Pero Manuel Seoane había muerto. Ha muerto.

Yo sabía, de tiempo atrás, que algo le atormentaba y él celaba el misterio por orgullo. Tenía parea mí el ejemplo de mi maestro inmortal, Manuel González Prada: herido estuvo de muerte, en el corazón, años antes de su deceso, perro él trató de que nadie lo supiese. Sobre todo de que ni sospecha naciera en manuel seoane ha muerto doña Adriana. Los hombres de lucha suelen confundir la verdad con la dureza. De tanto pelear se hacen una personalidad que ya no corresponde sino a la fantasía, y en ella tiene derogatoria perenne la condolencia, que siempre humilla. Pero, a nadie se le podía ocurrir que ese hombrachón de largos y medidos pasos, de palabra fácil y persuasiva, de ademán arrogantes y a veces teatral, pero siempre patético, tuviese una de esas heridas que vuelven blando a Goliat y hacen pabilo de Hércules. La tenía, sin embargo. Su revelación es sólo ahora, al triunfar ella, la herida, sobre su portante.

Los diarios han tejido el elogio merecido de vida tan afanosa y erguida, los diarios, todos, menos uno, aquel en donde se anidan juntamente la mezquindad, el rencor, la estupidez y la insidia. El Comercio. Lo nombro así, porque Manuel lo habría nombrado, como cien veces lo nombró al cotejar las impudicias que sus páginas destilaran sobre vidas tan de pro como las de tantos peruanos eminentes, entre ellos él mismo.

Manuel Seoane Corrales.

Fue Seoane más de los que muchos creen y menos de los que algunos pocos hubiesen querido. Y en ese mucho más y poco menos está la exacta dimensión del hombre a cabalidad. Yo le conocí cuando ambos, nació el mismo año, con diferencia de dieciocho días a su favor, éramos estudiantes de San Marcos. Él era un palomilla deportivo, y yo un esgrimista estudioso. Nos unió simpatía por la vida. Cantábamos tangos y coplas, queríamos reformar la universidad, andábamos preocupados en movernos, en actuar en hacer, y así nos dimos de brazo a brazo ya en 1919 en la tarea de la Reforma. Ahora que he evocado su figura en el local del senado de la República, recuerdo que un 4 de julio, el mismo día que Leguía quitaba de en medio a José Pardo, ambos, miembros del Comité Revolucionario de la Facultad de Letras, ocupábamos manu militari el escritorio de Rafael Belaunde, Oficial Primero del Senado y redactábamos una táctica declaración para sortear los riesgos del leguiísmo iniciantes respecto a la Reforma Universitaria. Seoane era empleado del Senado. No tardó en malquistarse con su oficina. Instaló una tienda de artículos deportivos en la calle Jesús Nazareno, regentada por una muchachota morena, de renegridos cabellos y sonrisa insinuante, la novia de todos los contertulios del Boliche en donde se conversaba más de lo que se vendía.

Resultó líder universitario después de la Reforma, y yo ausente permanente de San Marcos. Nos juntó de nuevo la necesidad de salvar el abismo que había dejado el destierro del presidente de la Federación de Estudiantes, Haya de la Torre. Manuel lo sustituía provisionalmente. Urdimos unos Juegos Florales. De ellos salió elegido Enrique Peña Barrenechea, y yo pronuncié un discurso sobre “La Tristeza en la Literatura Peruana” que fue el primer elogio oficial de Vallejo (después del de Orrego), allá por octubre de 1924; Manuel era ya un ausente forzado del Perú. Lo habían desterrado. Lo sustituía Pedro Muñiz. El día de su apresamiento habíamos estado juntos almorzando en el restaurante Venecia y luego fuimos a la Imprenta Proletaria en la Avenida Grau. A la salida lo apresaron. Era en mayo del 24. Lo evocamos de todo corazón y a toda voz. 

He terminado una cuartilla y me doy cuenta de que estoy por el principio y debo apresurarme. No por mí que me regodeo en este recuerdo en que me reflejo y lo reflejo. Sino por los lectores. 

En el destierro vivió Seoane de diverso modo. El de Buenos Aires fue el más duro. Primero, funcionario de Instrucción Pública, con Mantovani como jefe; al mismo tiempo, ayudante de bufete con Alfredo Palacios de maestro; y periodista en Crítica con Botana de guía. Escribió un libro, viajó a Bolivia, se casó con Elsa Arbutti, una magnífica muchacha ítaloargentina, que compartió con sus días malos y de quien tuvo dos hijos, la inolvidable Nora, que se nos fue en París en plena Primavera hace cuatro años, y Hernán, que acompañó a su padre hasta la muerte, niño herido de fatalidades antes de tiempo pues tuvo en sus brazos el fresco cadáver de la hermana, el de su madre fallecida hace un año exacto y ahora el último suspiro de su padre.

Cuando Manuel llegó a Chile en 1936, trabajamos en la misma empresa. Yo estaba en ella desde hacía dos años y nada me fue más grato que ver en la tripulación de Ercilla, donde actuaban Américo Pérez Treviño, otro desaparecido antes de tiempo, Luis López Aliaga, Medardo Revilla, Alfredo Baluarte, Augusto Silva Solís, Bernardo García (héroe de veras), ver con nosotros a Manuel Seoane. En dos meses realizó el prodigio de convertir una revista que se moría de orfandad lectora en el primer magazine chileno. Días de embriagadores triunfos para Manuel, que ya estaba en su segundo destierro, o en su tercero, o en su cuarto, que se llevó la vida acercándose al Perú y viéndose despedido por quienes más que hermanos parecían hermanastros.

Habíamos estado, en efecto, en la Constituyente de 1931, y en el destierro de Panamá. Compartimos las glorias y miserias de ser parlamentarios bajo una dictadura. Manuel se hizo un polemista vigoroso y relampagueante. Como tal siempre había caudal de amigos y admiradores tras de él. Fungía de líder y donjuán, de intelectual y deportista. Había en él una especie de frenesí de abarcarlo todo y de ser en todo y para todo un director. Fue entonces cuando fundamos La Tribuna. Lo hicimos con quinientos soles y millones de audacia. Juntos escribíamos medio periódico de 7 a 10 de la mañana. La otra mitad estaba reservada a Solano, Otero, Fernández Rivas, López Aliaga, Sabroso y si de alguien me olvido, que me perdone, pues escribo a espolazo de emoción y a solicitud de editor impaciente, imperativo, ineludible.

Seoane fue y volvió como algunos de nosotros. Trataba de mantener siempre clara la inteligencia. El corazón quería reservarlo para los trances privados, que no los públicos. Sin embargo, era notoria su fraternidad con los compañeros, empezando por Haya de la Torre, a quien debió su bautizo de ideas que, a veces, es tan importante como el de agua y sal y siempre más decisivo que el de sangre.

Seoane fue aprista de vocación y decisión desde que el Apra no pasaba de un piño de compinches estudiantiles alucinados por cuatro axiomas hoy llenos de contenido y lumbre. Era aprista y quería que lo fuésemos todos. Me exigió mil y mil veces cuando regresó en 1930 y compartimos vicisitudes que no me correspondían, pero que sobrellevé contagiado de su alegría deportiva para encarar la política entonces. Cuando me matriculé en el Partido en marzo de 1931 y por manos de Alcides Spelucín, me saludó con una carta desde Buenos Aires. En seguida empezamos el trabajo común que no ha cesado todavía. 

No sé de ningún parlamentario más completo que Seoane, y he oído pocas oratorias más penetrantes que la suya. A ratos un poco demasiado figurativa para mi gusto retaceado, pero contagiosa en todo instante. Volvimos al destierro, y él estuvo obsesionado permanentemente por la idea de hallar un común denominador para abreviar las luchas de la patria.

Todo hombre tiene su medida, su límite. No lo habíamos descubierto aún en Seoane. Nadie lo imaginaba capaz de ser un Embajador circunspecto y metódico y lo fue. Nadie creía que pudiera consagrarse a una labor tan altruista y fuera de intereses inmediatos como la Alianza para el Progreso, y la encaró con rigor de veterano. Había en él una necesidad de verterse y de expresarse haciendo y tomó de la vida cuanta oportunidad se le brindara para intentar la difícil proeza.

Los que le conocimos de cerca y compartimos las malasbuenas horas del destierro, los comentarios interminables a una realidad inaccesible, el inútil empeño por ser protagonista cercano y no espectador lejano, la voluntad de servir, la tremenda facilidad de entender y sintetizar que caracterizaron a Seoane, no podremos sino tenerlo presente a pesar de su ausencia física.

Los apristas pertenecemos a una larga y sólida familia en la que, como en toda familia, hay diferentes diapasones y modos de ver distintos. Sin embargo, por encima y por debajo de todo, suelo y cielo de la fraternidad, nos une algo irrompible, un hilo emocional que penetra hasta los tuétanos mismos del alma. Con Seoane era así. Es así. Y ahora que lo sabemos incapaz de lanzar un sarcasmo de los suyos, reilón pero penetrante, que sabemos sellados los labios que destilaban frases sonoras e invocaciones irresistibles, y está fría la mano caliente ayer de tanto bregar con la máquina de escribir; ahora que parece que todo pasó y que poco queda, por ser él quien fue y por ser nosotros quienes somos, es cuando más viva es su presencia, cuando más audible es su voz y cuando más ancha se tiende la mano, aunque sea en el vacío, buscando el nudo fraterno que fue eslabón tantas veces, a lo largo de tantos inmarcesibles años. 

Viejo Manolo: llegamos juntos al 900. La despedida es por eso más difícil, más irresoluta, sin el irreparable hasta nunca.

*Homenaje de Luis Alberto Sánchez a Manuel Seoane, en su clásica columna de Cuaderno de Bitácora, publicado en La Tribuna, jueves 12 de setiembre de 1963, pp. 6-7.

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