Haya de la Torre: "Mis recuerdos con González Prada"

Conocí a González Prada diez días después de mi arribo a Lima en 1917, cuando según el burlesco decir de los señoritos capitolinos, llevaba todavía "la lana de provincia". Yo era entonces un jovencito a la criolla, enfermo hasta los huesos de esa frivolidad epidémica —peste de gente "decente"— que manifiesta sus primeros síntomas a la salida del colegio y se agudiza hasta el colapso a la entrada en la Universidad. Había crecido oyendo decir que González Prada era el demonio y viendo santiguarse a las viejas cada vez que alguien recordaba su nombre. Sin embargo, un sentimiento de curiosidad y respeto me atraía hacia la figura del viejo luchador. Recuerdo haber oído conversaciones calurosas de algunos artesanos de mi provincia sobre González Prada. Cerca de mi casa había en Trujillo una biblioteca obrera que izaba todos los años, el 1° de mayo, una bandera roja.

Ahí me escapaba por las noches y escuchaba la charla de los obreros. Recuerdo fijamente la lucha interior que aquellas conversaciones fuertes y libros me producían a mí, alumno de un Seminario. Quizá si naciera entonces el primer indicio de mi línea definitiva. No lo sé. Lo cierto es que había en mí, cuando llegué a Lima, cierta atracción para tratar personalmente a González Prada. Pero debo confesar que entonces —período lamentable de nebulosa—, también me atraían otros personajes. Los diarios de provincias y las revistas de Lima facturan muchas celebridades nacionales; las hacen a todas. Para la mente inquieta de un adolescente provinciano con miras a la Universidad, la adjetivación pertinaz e inagotable de "nuestros grandes diarios" y la campaña de propaganda teatral de las revistas ilustradas, crean de cada hueco señor de la política o de las "intelectualidades" un semidiós omnisciente y fulmínico. Por eso yo llegué a Lima pensando en el inmenso honor de verme en las aulas cerca de ciertos personajes de quienes tantas cosas decían los periódicos: "el maestro" Fulano, "el sabio" doctor Sutano, "el genial" señor Perencejo, me producían cierta fascinación. Y la primera impresión —¡oh, la primera impresión de nuestros hombres!— fue verdaderamente admirable. Solemnes, elegantes, medidos, gentiles, hablando con la voz ahuecada y los gestos de teatro, me parecieron genios absolutos, genios indiscutibles, genios universales. Decididamente: Lima era el centro del mundo. Pero a pesar de esta atracción, muy de acuerdo con mi edad, y con mi frivolidad, busqué a González Prada. Nunca había leído de él nada en nuestros grandes diarios. Nunca había visto su retrato en las carreras; nunca había oído algo de él sino en labios de obreros. El silencio premeditado que se hizo en torno de González Prada, llegó a rodearle de cierto misterio atractivo. Quizá por eso fui a verle. Alguna vez cuando he llegado a países que nos son raros —Noruega, Lituania, Livonia, por ejemplo—, he tenido una emoción semejante, si cabe comparar así. Recuerdo que un amigo y pariente me había dado una carta de presentación y un libro suyo para entregar al maestro. Fui a la Biblioteca Nacional el 26 de abril de 1917. González Prada estaba en el centro de uno de los grandes salones interiores y me tendió ambas manos sin una sonrisa; después de leer la carta y recibir el libro me invitó a sentarme y yo acepté. Tenía yo un sombrero de paja que giraba rápidamente entre mis manos. González Prada me preguntó:

Manuel González Prada y Víctor Raúl Haya de la Torre.

— ¿Es Ud. escritor?

— No, señor. Yo soy un estudiante que vengo a la Universidad, le respondí.

González Prada hizo un gesto apenas perceptible y añadió:

— ¡Ah, la Universidad!

Yo lo miré con curiosidad y, sin duda, le dije con los ojos:

— Bueno, y la Universidad ¿qué?...

González Prada añadió:

— La Universidad será para Ud. un crisol: será Ud. consumido por ella o se salvará Ud.

Yo cobré cierta animación y le repuse:

— ¿Es tan mala la Universidad?

González Prada hojeó un poco el libro que yo le había traído y luego con él entre sus manos blancas y finas, me dijo, mirándome con ojos claros:

— Tan mala, tan mala que ya no tenemos juventud.

La serenidad, la sencillez de aquel viejo erguido y fuerte, me dio mucho valor. Recuerdo que pude decirle ya, como a un camarada:

— Pero en provincias tenemos una juventud.

González Prada me dijo inmediatamente:

— Es verdad.

Luego me mencionó nombres de jóvenes de Arequipa y me habló de Urquieta, de Percy Gibson, y recordó a Orrego entre los nuevos de Trujillo. Terminé mi visita. Yo recuerdo que le dije ya en la puerta del corredor donde me despidió:

— Déjeme Ud. venir a verle, señor González Piada. Soy muy muchacho pero quiero ser su amigo.

— Venga Ud., venga Ud. siempre. Y mi casa está en la Puerta Falsa del Teatro. Vaya Ud. allá —me dijo.

Le estreché calurosamente la mano y salí nerviosamente. Aquella tarde comencé a pensar en que los trajes bien cortados de "nuestros grandes hombres" y sus guantes caros, sus gestos de gomina, eran un poco sospechosos.

Comparé a González Prada con aquellas celebridades que trompetean los diarios limeños y, sin llegar a ninguna conclusión, recordé que una noche en Trujillo cuando tuve una época de ímpetus literarios, había oído leer a Antenor Orrego, en un cenáculo de aficionados, la carta de Fradique Méndez sobre la inmensa gloria lusitana de Pacheco...

Hice una segunda, una tercera y una cuarta visitas a González Prada. Siempre le hallaba en la Biblioteca y ya charlaba sin miedo con él. Una vez le llevé a un amigo y como se trataba de una persona más importante que yo, nos invitó a pasar al salón de la dirección y ahí se sentó González Prada en una silla cediendo la que a él le correspondía, y que jamás ocupó, a mi amigo. En todas estas visitas González Prada hablaba de temas generales, de la Biblioteca, de la prensa provinciana y de asuntos sin im- portancia. Yo no era un compañero para charlar con él, sin duda alguna, y me soportaba más por bondad que por otra cosa.

Sin embargo, un día de mayo de 1918, no sé por qué, le dije:

— Detesto a Piérola.

Y don Manuel no hizo sino preguntarme lo lógico, dentro de la lógica nacional:

— ¿Es Ud. civilista?

— Señor, yo los detesto también, porque me parecen malos todos.

Don Manuel abrió los ojos y con una leve sonrisa me interrogó:

— ¿Y con quién se quedaría Ud.? Muerto Piérola no han quedado sino los civilistas.

Yo no atiné a responder. Don Manuel siguió sonriendo y yo le dije por salir del paso:

— No sé, señor, pero los detesto a todos.

González Prada —¡qué bien lo recuerdo ahora!— , juntó sus manos, afirmándolas sobre la mesa y me dijo:

— Tiene Ud. razón; son malos, muy malos, tan malos que han hundido y seguirán hundiendo al país. El pueblo del Perú es un pueblo desgraciado.

Aquella tarde, como en las cuatro visitas que le hice en un año, me despidió finamente en el corredor.
Yo salía cada vez más atraído por González Prada. Pero no le comprendía aún. Era muy fuerte el ambiente de la Universidad y de la frivolidad limeña. Hasta 1918, yo saludaba reverencialmente a los hombres nacionales; tenía un respeto infinito por los "sabios maestros" de la universidad; estaba saturado por la adjetivación del diarismo nacional y creía, naturalmente, que entre nuestros viejos políticos había hombres cultos y honrados.

Apenas salía de la nebulosa.

Yo nunca había visto a González Prada con sombrero.

Sólo una vez le había encontrado fuera de la Biblioteca y en su banco de la Plaza de Lima, sentado con su esposa, con el sombrero en la mano. No podía pensar en el sin recordar su frente luminosa y sus cabellos blancos y sedosos. Pero unos cuantos días antes de su muerte, muy pocos sin duda, le encontré en la calle Plateros de San Agustín, ante la casa donde yo tenía mi habitación. No lo reconocí, pero él se acercó hacia mí y me saludó mencionando mi nombre. Me descubrí turbado y él hizo lo mismo con aquella bondad tan natural, tan insospechable entre esa gente limeña que estamos acostumbrados a ver y a tratar. Aquel último diálogo fue breve.

— Perdóneme, señor don Manuel, le dije, no lo he reconocido.

— ¿Estoy muy viejo?, —me preguntó sonriente.

— No, señor, está Ud. con sombrero y yo jamás lo vi así, le repuse.

— Exacto, me dijo.

Le interrogué por su salud y me dijo hallarse perfectamente.

Luego añadió:

— Me voy porque no sé qué le ha pasado a mi mujer. No ha venido a buscarme a la Biblioteca.

Le estreché las manos. Se marchó lentamente. Le vi irse y me subí a saltos las escaleras de la casa. Siempre que hablaba con González Prada me dejaba una impresión tal de frescura, de fuerza, que tenía grandes ganas de correr, como después de un baño...

No le vi más. Sí, le vi muerto, tendido en su caja, con su rostro de mármol.

Y en el mes que siguió a su muerte, yo sentí hambre por primera vez y comencé a comprender el dolor de los otros.

¡Cuántas veces en mis amargos días de soledad y de privación surgía el recuerdo de aquel viejo amigo, el único que yo tuve, sin que él supiera quizá, en la época en que alumbró en mí la fe de una nueva vida!... ¡Cuántas veces!

*Sagitario. Revista de Humanidades La Plata. Año 1. N° 3. Setiembre-octubre de 1925, pp. 331-334.

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