Oscar Herrera: "El caudillo y el líder"

Si es verdad que la cultura física de nuestros pueblos está en trance de adelanto, tiene que haber sonado la hora de los líderes; debemos asistir a la decadencia de los caudillos, a su agonía o a su muerte. Entre caudillos y líderes media una gran distancia: el líder es la negación del caudillo.

El caudillo es por muchos conceptos interesante en la historia: por algo, seguramente, con la mirada puesta en los más destacados caudillos. Carlyle dijo aquello de que la historia de los pueblos es la biografía de sus grandes hombres

El progreso que establece diferenciaciones y en ello se afirma fundamentalmente, ha hecho distingos y separa de los caudillos a los líderes, que vendrían a ser los grandes hombres de entre los caudillos.

El caudillo puro es un personaje melodramático, mientras que actúa en el llano es un profesional de la conspiración; si llega al poder es, cuando no un déspota, por lo menos un dictador.

Los gobiernos y los influyentes procuran atraerse a los caudillos: antes que combatirlos franca y decididamente, buscan su alianza o su neutralidad; trabaja así consciente o inconscientemente el temor y hasta el miedo cerval; muchas veces tal temor o tal miedo es infundado, pero siempre inquietante; los interesados le llaman a su actitud ante los caudillo, prudente espíritu de gobierno. El caudillo, aunque sea por instinto, explota esta situación que se le crea de hombre temible; hace entonces todo lo posible por que le teman más cada día; recurre al misterio, al aislamiento, muy pocos tienen el privilegio de su amistad íntima; cuando habla, si es que a ello se decide alguna vez, sus palabras son tan solemnes como nebulosas, acentúan el misterio que rodea al caudillo, como el vulgo no lo entiende, el vulgo encuentra entonces un motivo de respeto; también puede suceder que el caudillo no hable nunca, entonces sus admiradores le inventan una nueva virtud, el caudillo es un taciturno.

Víctor Raúl Haya de la Torre.

El líder nace por selección natural, su figura se perfila a través de las actividades de la lucha: el misterio le hace sombra, cuanto menos oculta, mejor; su vida es la luz, su muerte las tinieblas. Nadie se engaña con el líder, ni nadie tiene que destacarlo: él solo, espontáneamente, por su capacidad para la acción se hace notar. El sentimiento que despierta entre sus compañeros —el líder no tiene sólo admiradores— o entre sus ciudadanos es de respeto. Para que un hombre pueda llegar a líder dentro de un partido de principios, además de un esforzado luchador, tiene que ser un intérprete sencillo y claro de los problemas sociales, económicos, etc., que este partido está empeñado en resolver dentro de sus orientaciones generales. Cuando el líder habla no deja a su público perplejo: le deja regocijado por haberle hecho entender el tema tratado.

El líder resulta el más alto exponente de la multitud y el más representativo núcleo de hombres diligentes que constituye el partido político a que pertenece. 

El líder es, pues, un hombre ilustrado y con una orientación precisa, lo cual no sucedía y no sucede siempre con los caudillos, por lo común ignorantes y desorientados. Caudillos fueron los Quiroga, los Chacho, los Aldao, en la Argentina; en el Perú, los Pierola, los Cáceres, los Castilla, etc. Líderes fueron los Alberdi, los Echeverría. los Ingenieros, los Justo; líderes son los Palacios, los Haya de la Torre, los Ugarte y tantos otros ardorosos defensores de nuestra América.

El caudillo y el líder se parecen en que ambos son eje de los acontecimientos, porque son estímulo de acción de las multitudes; pero se diferencian substancialmente en la lucha. Para el caudillo no hay más norma que la propia voluntad: para el lider. en cambio, su norma es la voluntad de su partido, dentro de cuya orientación él colabora como simple soldado, como simple militante. Por eso se puede decir del caudillo que arrastra multitud y del líder que la conduce.

El caudillo, tanto como el líder, es un signo de su tiempo. En épocas de barbarie el caudillo es indispensable para salvar a la multitud de la desolación y de la sumisa derrota; si la multitud pierde bajo el caudillo, le queda por lo menos la satisfacción de haber combatido y la esperanza de la resurrección de su caudillo: sometida la multitud asi espera el día de la revolución, para cuando su caudillo surja otra vez; es el caso del pueblo judío, que, derrotado y todo, a través de los siglos sigue esperando a su caudillo, que, en este caso, se llama Mesías; así también los indios peruanos aguardan a su caudillo que les señale el camino del triunfo.

En época de mayor desarrollo de la conciencia cívica, el caudillo ya no es un personaje simpático ni respetable para lo mejor de sus conciudadanos; las gentes, por poca cultura que tengan, se avergüenzan de seguir un caudillo, porque ello les resulta deprimente, porque anula su personalidad por completo; de ahí nace el individualismo furioso en las gentes de poco análisis, que por su poca cultura no llegan sino a una posición negativa y antisocial, como es esta de la hipertrofia del yo. El aislamiento desdeñoso es una natural reacción contra el caudillismo, una actitud de protesta contra el arrebañamiento de los hombres en multitud amorfa y servil.

Pero la posición social cuerda y benéfica para la colectividad ciudadana es la del líder que concilia el respeto a la individualidad con la necesidad de actuación conjunta. El líder —repetimos— no arrastra a la multitud como el caudillo; el líder la conduce. El ciudadano será tanto más libre cuanto más consciente de su propio camino sea y cuanto más dispuesto a ocupar cualquier posición de combate.

En el caso del Perú, de Bolivia, de la Argentina, de todos los países que han derrumbado a sus tiranías, las multitudes buscan anhelantes un conductor: todas se esfuerzan en descubrir al "gran hombre de la hora angustiosa que ha seguido a la caída del tirano, que, en la mayor parte de los casos, fué en su tiempo de auge popular un caudillo. Es el momento de hacer surgir al líder, y este es el papel de los hombres inteligentes y tocados por la santa y científica idealidad del progreso social.

Permitir que nuevos caudillos se afirmen en sus posesiones y que la multitud los consagre, será siempre un gravísimo error; siempre será preferible que gobierne un líder. Aun en el caso de que uno y otro traicionaran, una vez en el poder, la confianza que en ellos se depositara, al líder será fácil desplazarlo: bastará una sencilla resolución de su partido; en cambio, para sacar de escena al caudillo será preciso una revolución. Como ejemplo basta recordar los casos de Trotski, el líder ruso, y de Irigoyen, el caudillo argentino.

Hoy más que nunca son necesarios los partidos políticos orgánicos, los partidos políticos con una orientación firme, que agiten banderas de elevada idealidad. Hoy más que nunca son perniciosos los partidos electoralistas, que no son sino la forma mimética del caudillismo; esos organismos políticos que sólo viven por la erogación de unos cuantos personajes interesados en elevar un caudillo, entre la multitud, para que éste la arrastre en el sentido de sus intereses materiales egoístas.

Un "político" peruano, el doctor Manzanilla, declaraba en un reportaje que le hiciera un diario local de Lima, con motivo del golpe de estado de Sánchez Cerro, que los partidos políticos eran difíciles de organizar, porque se necesitaba mucho dinero para ello. Para el referido doctor, parece que todo en un partido es cuestión de alquilar casa para sede de comités, pagar alojamiento a oradores en jira, etc.; el partido, según ese señor, eran los centavos y solamente los centavos. Pero, como un severo mentís contra tan ligeras afirmaciones de Manzanilla, antiguo dirigente "civilista", se está organizando en el Perú el partido aprista peruano, que no cuenta con el aporte financiero de ningún latifundista, pero que está movido por algo más eficaz: por el apasionado entusiasmo de un vigoroso sector de hombres jóvenes, consagrados a sus ideales de liberación económica, social y política del pueblo peruano.

Y ese partido será el más fuerte factor de superación; el aprismo peruano será el único organismo que pueda luchar contra el caudillismo, que tan pernicioso ha sido para el Perú, como para todos los países.

El aprismo peruano se ha formado, por los que hoy son sus promotores, en el destierro que les impuso la tiranía de don Augusto Leguía, el "civilista" que acaudilló a los peruanos cuando hartos de "civilismo" creyeron encontrar en él el salvador, que resultó de aquellos de quienes aconseja desconfiar el doctor Alfredo L. Palacios. El aprismo ha surgido de la reflexión serena, y sus cuadros se han formado como escuelas de líderes, y en esto acusa un certero criterio de observación social. Las multitudes necesitan un hombre que enarbole en sus manos sus aspiraciones, eso es incontrovertible. El aprismo se ha dado un jefe, que no es sino el más apto, pero no el único, y el aprismo presentará ante las multitudes a este hombre, que ha prestigiado a los peruanos en su país con su denodada lucha contra la tiranía y en el exterior manteniendo siempre en alto su protesta y esclareciendo sus problemas sociales y económicos, que en mucho son los de casi todos los pueblos de nuestra América. Ese líder de líderes es Haya de la Torre, que así será elevado a conductor de multitudes. El aprismo peruano no será el hombre, el aprismo peruano será la idea.

El aprismo, a través de la historia del Perú, no será lo que los anteriores partidos políticos; su vida no será la vida de su hoy máximo jefe: será si una etapa de la vida del Perú, porque sus hombres son líderes también y en su minuto sabrán tomar el comando: los lineamientos generales son directivas ideológicas tan avanzadas, que le permitirán renovarse con los nuevos tiempos: el aprismo será por muchos años la vanguardia del ideal en el Perú y en Indo América.

*Claridad. Revista de arte, crítica y letras, tribuna del pensamiento izquierdista. Año 9, Nº 219, Buenos Aires, 22 de noviembre de 1930.

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