Luis Heysen: "El pronunciamiento de Arequipa y la peruanidad"

"No es fácil sojuzgar a una nación que pelea por su libertad."

SANTA CRUZ 17, de enero de 1839. (En carta a Bernardo O'Higgins.)

El Perú acaba de redimirse de un hombre que lo ha tiranizado durante once años; pero el Perú con ello no se ha redimido del régimen económico, político y social causante de tan cruentas y azarosas calamidades públicas. El régimen, origen de la tiranía, gobierna al país al margen de la peruanidad, desde hace sesenta años, principalmente, y está formado, de un lado, por la gran casta adinerada de latifundistas (azucareros, algodoneros y arroceros), confabulada con el imperialismo del capital extranjero, a fin de no perder el usufructo del gobierno, tan pródigo en canongías y peculados, y de otro, por la exhuberante legión de conspicuos, venerables y versados representantes del Foro y de la Universidad, habituados en la defensa de la buena causa civilista, aparejada, casi siempre, con la traición, el cohecho, el dolo y el crimen político o, cuando no, con el misterioso asesinato, por añadidura. Esta casta no ha sido hasta hoy desplazada de los altos puestos gubernativos; permanece inamovible desde la época desgraciada en que surgió para cumplir el período turbulento y conmovedor de nuestra farsa republicana en que los acápites brillantemente ridículos de "South América" se refundieron en un interminable contienda de montoneras de pronunciamientos, cuartelazos y revolucioncillas de Liliput. Frecuentemente hemos cambiado de caudillos: han variado los marianos y los manueles, los josés y los augusto bernardinos; pero, las familias presidenciales han respetado, ininterrumpidamente, su tradición aristárquica con tal sincronismo, que de los Pardos a los Leguías contamos casi treinta años de gobierno en las personas de tres individuos a cual más bobo y calculador, a cual más bellaco e impreparado. "Todo se fundía en el odio de los Piérolas contra los Pardos y contra todos los que no apoyaran a su dinastía", nos cuenta el historiador —en esto bien informado— Carlos Pereyra (1) "A la lucha tradicional de los Piérolas y Pardos sucedió una lucha dentro del civilismo entre Pardos y Leguías" (2), completa tan oportunamente que bien vale no olvidar este acertado juicio, al objeto de explicarnos el porqué y el para qué reales de todos los pronunciamientos vividos en estos últimos veinte años. De revuelta en revuelta, el Perú se ha desangrado inútilmente. Los presidentes envejecidos fueran, repetidas veces, como el día a la seminoche en horas de eclipse, substituidos por las presidentes flamantes en plena etapa de fosilización. Ciento nueve años contamos desde el 21, el año de nuestro separatismo —como bien dice un venerado amigo nuestro (3)— y ellos han transcurrido con treinta y dos gobernantes, como si el período presidencial fuera sólo de tres años y no de cinco... ¡Tantos presidentes; tantos marionettes en una noche de Gran Guignol no han servido para nada! El panorama social —repetimos— se ha conservado sin grandes variantes de fondo. Durante todo aquel tiempo se ha ensayado —en voto de contrición meloso— organizar nuestra república, sentar las bases de nuestras instituciones, depurar y astigar la mala administración, proteger al "alma mater”, consolidar la hacienda pública, sancar nuestros presupuestos y el propio territorio; empero, durante todo ese tiempo —¡Ciento nueve años!— el absolutismo económico ha sido guarecido afanosamente por el absolutismo político y viceversa; sin cuidarse, tanto el uno como el otro, de guardar las formas, de atender, aunque fuera en una mínima parte, el programa aludido declamatoria e insinceramente, en su afán de conquistar a las masas. La peruanidad, despojada de todos sus derechos inalienables, apenas si ha tenido un instante de desahogo para poder expresar con dignidad su tremenda oración de protesta y de maldición. Amordazada, ya por motivos fútiles o ya por así convenir a la defensa del orden público, jamás ha podido, hasta hoy, decir su mensaje de dolor y de santas rebeldías.

Con la caída dramática del titulado "Presidente Leguia", sin embargo, se abre un período histórico y se cierra otro, a nuestro juicio.

El pronunciamiento de Arequipa no ha sido otra cosa que, lisa y llanamente, un pronunciamiento, y un pronunciamiento, bien sabemos que no es, ni puede generosamente confundirse con una Revolución. Una revolución es algo menos áulico, menos extraviado y más cristalino, más fuerte, más radical, más emocionante y estremecedor.

Manuel Seoane, Luis Alberto Sánchez, Haya de la Torre, Luis Heysen y Carlos Manuel Cox.

Leguía fué depuesto sin barricadas, sin batallas, sin la menor resistencia. El hombre popular de otrora, aclamado por las manecitas habituadas a la dádiva y al manoseo impúdico, mil veces condecorado y declarado genio por cuanto vivillo imbécil senador o diputado, alcalde o subprefecto leguiísta de circunstancias tuvo el Perú en los once años de oprobio "civilista" caído solo, abandonado de todos y por todos. Uno que otro cómplice, más unido en la sanción que en la lealtad, le oficia de dama de compañía en las celdas donde más de una vez enjugamos la huelga del hambre de nuestra indignación juvenil.

Sánchez Cerro no ha necesitado grandes ejércitos, formidables estrategas, poderosos tanques de guerra. Ha precisado tan sólo de un poco de osadía y audacia bien templadas para dar su aldabonazo a las puertas del Palacio de Pizarro, y encontrar a los leguiístas de ayer amontonados de rodillas, para felicitarle e implorarle compasión.

El espectáculo ha sido éste; así, sin hipérbole. En el Perú se ha consumado un nuevo motín militar, ha caído un tirano senil defendido hasta anteayer por la plutocracia del dólar; pero los intérpretes de ese momento histórico no han perdido ni siquiera la roja sangre de sus narices. Encontraron tanta cobardía e indignidad, que son dos símbolos inequívocos los dos cables que sirvieron en el instante primero para definir acabadamente la intensidad de la resistencia del leguiísmo civilista, a través del voto bufonesco que el poeta de "Alma América" envió apresuradamente desde Chile, adivinando, sin duda, que don Mariano H. Cornejo, aquel gorila con librea que una vez vimos tembloroso. vacilante, cobarde y sudoroso —en plena legación del Perú en París—, ante nuestra firmeza de desterrado y de antiimperialista, podía adelantársele algunos segundos en su adulonería cartaginesa. El leguiísmo dejó el poder con el mismo gregarismo y pusilanimidad con que acompañó a su omnipotente director. Firmada la dimisión del mando con toda la entereza (?) con que ya alguna vez no firmará, haciéndose célebre como hombre de carácter, el Presidente Leguía dió la última lección de gobernante a sus huestes desbandadas y en alboroto de vieja beata asustada con un temblor. Sánchez Cerro, en consecuencia fué al poder por un curioso juego de procedimientos, tan bien ligados los unos a los otros como la maciza infraestructura determinante, que, bien podría afirmarse, cómo todo estaba untuosa y oleosamente arreglado, ya que al primer grito de: ¡Todos ustedes son unos arribistas!, no quedó uno solo de los solemnes y en gominados generalitos leguiístas, consumándose el juego de bastidores pacíficamente, humildemente, lacayunamente.

Es este período histórico el que declaramos terminado en nombre de la peruanidad.

Con el pronunciamiento triunfante de Arequipa, el Perú inicia otro ciclo. No porque el propio régimen instaurado lo represente a pie juntillas o porque él pretenda considerarse su representante genuino, sino por aquello de que para pasar de una orilla a otra en el Plata o en el Rímac se precisa de un medio adecuado movilizador o intermediario, algo así como aquello que reza el genial Perogrullo: Es necesario principiar por el principio. Y el principio, en este caso, era derrumbar al tirano, para después seguir con la tiranía y su clan.

El régimen transitorio hoy en el poder no puede de ningún modo representar la verdadera transformación nacional, preparada y hacedera por la peruanidad misma, sin intervención de ninguna fuerza o ideología extranjerizante. Además, a ser verdad las declaraciones públicas de los dirigentes más calificados del "civilismo" —como parece, puesto que nadie ha desautorizado a nadie—, la cosa se complica más y más. No nos referimos únicamente a aquellas que han sido hechas en los cables de felicitación e instrucción dirigidos desde París y cambiados entre París y Buenos Aires, entre París y Berlín, entre París y Nueva York, entre París y Arequipa, entre París y Lima; sino en particular a las que en nuestro modesto concepto son más definitivas y categóricas. "En 1919 el leguiísmo desalojó al pardismo; en 1930 —¡a los once años!— el pardismo se ha vengado", me enrostraba un civilista en un instante de animada polémica. Tersamente, estas declaraciones pueden adosarse a las anteriormente citadas del historiador Carlos Pereyra, para insinuar una interpretación más o menos documentada. Y come tanto el pardismo como el leguiísmo, las dos ramas mayores del "civilismo", han estado perennemente en guerra con la peruanidad oprimida y engañada, todo intento espirante a otorgar aquella representación al régimen actual liberal o a cualquier ropaje democrático de momento —pese a cualquier ribete liberal o a cualquier ropaje democrático del momento— aparecería descalificado ante la historia, aparte de correr el riesgo de creérsele parcial o interesado, al menor examen juicioso.

El pronunciamiento de Arequipa, entonces, es una cuestión, y la peruanidad es otra bien diferente, por cierto. La peruanidad no se halla del todo divorciada del movimiento triunfante. Lo ha acompañado en el derrocamiento del tirano, como lo acompaña expectante en las sanciones, en la organización política que conceda la libre emisión del sufragio, y en aquello que merezca un apoyo un poco más cordial, como ser la suspensión de la ley vial, que afligía a nuestro indio campesino, y el divorcio. Eso es todo. La peruanidad no irá ní más allá ni más acá si el gobierno no avanza ni retrocede en sus declaraciones y hechos. Todo lo que importa a la peruanidad es el carácter del régimen surgido, que es y será transitorio. Mientras el panorama no sufra variantes, dilatándose la fecha de las elecciones o negándose las garantías elementales que en todos los pueblos donde el sufragio tiene el verdadero carácter de una conquista trascendente existen, creemos que el modus operandi permanecerá sin grandes modificaciones. Y la peruanidad, alistando sus mochilas para el período venidero, legítimamente libertador y peruanizante, continuará sus jornadas heroicas, puesto que ella no es asequible a la seducción. "El agua es más pura cuanto su caudal es más considerable", nos dice Aristóteles en su Política. La peruanidad multitudinaria, la peruanidad trabajadora, sólo será leal a sí misma. Por algo su grito de guerra, seguramente, ha de ser, si se nos permite ampliar el sentido del apotegma que el gran precursor del nuevo Perú usará en sus horas de lucha: ¡LOS VIEJOS CIVILISTAS A LA TUMBA, LOS JOVENES APRISTAS A LA OBRA!

Buenos Aires, noviembre de 1930.
Luis E. Heysen.

(1) Historia de América Española", tomo VII, (Perú y Bolivia), pág. 432.

(2) Carlos Pereyra, ob. citada, pág. 434.

(3) Manuel Ugarte. "La revolución peruana y su significado en la América latina", CLARIDAD, número 216, año 9, octubre 11 de 1930. Buenos Aires.

*Claridad. Revista de arte, crítica y letras, tribuna del pensamiento izquierdista. Año 9, Nº 219, Buenos Aires, 22 de noviembre de 1930.

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